lunes, 14 de junio de 2010

Ella.


Dormía en los ojos y por ellos conocía el mundo. Las retinas le contaban sus viajes, sus vivencias. Había ido recopilando un sin fin de anécdotas a lo largo de su eterna trayectoria. Había visto llorar a Emperadores, a Reinas, a científicos, a escritores, a campesinos, a labradores, a gente humilde y a gente con grandes aspiraciones.

Era pequeña y débil, de forma redondeada e inconsistente. Caminaba tambaleándose o se dejaba escurrir hasta llegar a cualquiera que fuese su destino. Le gustaba deshacerse al contacto con la piel y dejar un rastro de sí misma a su paso. Sonreía cuando lograba provocar un cosquilleo y se sentía pesada cuando caía silenciosa en el olvido.

Ella mejor que nadie conocía a la igualdad. Sabía que hasta el más sensato, terminaba dejándose llevar por sus emociones.
Sus pasos por mejillas ajenas tampoco entendían de sexos, de razas, religiones o edades. Pisaban mejillas indistintamente y el camino nunca era mucho más diferente que el anterior. Para ella, el llanto era una actividad básica del ser humano y se sentía privilegiada de poder compartir aquellos momentos de intimidad con él.

Ella no escuchaba, no ofrecía consuelo, no solucionaba problemas ni acababa con los miedos. Ella simplemente aparecía, se dejaba escurrir y se iba. El alivio era leve, pero existía. Su trabajo era simple, era primitivo, básico y necesario.




Era una lágrima.

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