Además de la creencia de sentirme
con derecho a todo durante mis veinte, pasé toda la década considerando que
podía conocer a quien yo quisiera, tener sexo con quisiera, amar a quien
quisiera, y no comprometerme con una sola persona o incluso con un único grupo
social, o una sola ciudad, país o cultura. Armada con este sentimiento
grandioso de conectividad con el mundo, iba de un lado a otro entre países y
océanos. Hice decenas de amigos y me encontré en los brazos de un buen número
de amantes. Amigos que pronto fueron reemplazados y amantes que olvidé en el
vuelo hacia el siguiente destino.
Era una vida extraña, repleta de
experiencias fantásticas que ampliaron mis horizontes, pero también de
bienestares efímeros diseñados para adormecer el dolor que subyacía. Aunque
algunas de las lecciones más importantes que definieron mi carácter sucedieron
durante ese periodo.
Viajar es una fantástica
herramienta de desarrollo personal, porque te libra de los valores de tu
cultura y te muestra que otra sociedad puede vivir con valores completamente
diferentes y aun así funcionar y no odiarse entre sí. Esta exposición te obliga
a reexaminar lo que parece obvio en tu vida y a considerar que quizá no es
necesariamente la TUYA la mejor manera de vivir.
Así que de una forma u otra
siempre quiero seguir sintiéndome viva viajando, deconstruyendo y construyendo mis valores,
porque no hay nada de lo que disfrute más HOY que de mirar atrás y ver todo lo que
he cambiado.